Apenas quedan rastros de nieve o hielo en la calle Toledo. Algún nevero solitario contempla a la bicentenaria Puerta de Toledo, guardiana silenciosa del sur de Madrid capital. Me recuerda a una escena cualquiera de esas películas de los 70’, e imagino que incluso visto desde fuera debe parecerlo: un sacerdote caminando en la neblina, solitario, por las desiertas calles del barrio de la Latina. Sin inquietud, sin prisa, indiferente al toque de queda que mantiene al resto de humanos en esta ciudad presos. Totalmente de película, mientras apagues las cámaras en la verdadera oscuridad.
Si supieran lo que empieza a caminar por las noches en sus calles y avenidas, hasta agradecerían la orden de quedarse en casa. Con un poco de suerte, nunca lo sabrán. A menudo rezo y pido respuestas a Dios sobre este debate, sobre si es mejor la tranquilidad y seguridad de la ignorancia o la cruda verdad para mi rebaño. A veces Dios no entra en ello, y quedan sólo mis pensamientos en conflicto. Hoy no es una de esas noches. Esta ignorancia los mantendrá a salvo, al menos un poco más.
En apenas unos minutos, he llegado a mi destino, en el número 98 de la calle Toledo. Frente al cordón policial que custodia al edificio herido de muerte más famoso de la capital, encuentro lo normal en estos casos, una vez han pasado de largo el fuego y la muerte. Un puñado de gente cansada, a menudo haciendo su trabajo con tanta grima en sus caras que si no fuera por sus uniformes, parecerían más gárgolas de la iglesia que mortales intentando ayudar.
Curiosos animales, las personas, al menos en mi experiencia. Capaces de las mayores vilezas y las más bajas acciones, pero en momentos como este, donde la catástrofe y la desgracia los golpea sin merced, se alzan desde el barro de su creación, y por un momento la frase “A Su imagen y semejanza” cobra verdadero sentido. Siempre me alivia el corazón ver estas muestras, a menudo vanas y efímeras, de divinidad en la gente. O quizás sea de verdadera humanidad. En el fondo, no creo que haya mucha diferencia entre uno y otro. Dios tiene un plan, o eso dice nuestro libro. Todos nuestros libros. Pero si hay alguna persona que sepa cual es ese plan, no ha tenido a bien contármelo. Supongo que a eso llamamos Fe.
Los policías me miran, guardando como centinelas el perímetro para que los bomberos puedan seguir trabajando. Alguno se acerca para empezar a increparme por el toque de queda, pero otro, más hecho a la zona, lo detiene con un gesto y una palabra, y asiente con la cabeza y una sonrisa amable en los labios. Su nombre es Paco Ramos. No, espera. Paco era su padre, policía como él. Este es…¿Julián?¿Manuel?…el agente Ramos. Buen chaval, algo revoltoso. Una vez embarcó la pelota en el tejado de la iglesia, y su cara al venir a pedirla, mientras Paco le daba collejas, era un poema. Una parte de mi, una que ahora mismo está encerrada en un rincón de mi cabeza, se alegra de ver su rostro. Pero eso será otro día.
Ramos sabe lo que hace mi ONG, los Ángeles de la Noche, y cómo ayudamos en lo posible. Y sabe que, salvo contadas excepciones debido a miembros con demasiado entusiasmo, estamos aquí para ayudar, y sabemos cómo hacerlo. Hay días donde eso se traduce en un reparto de comida nocturna, otros en campañas para conseguir ropa de abrigo para el invierno, algunos más en simplemente estar ahí, como una presencia constante, un faro de estabilidad en las noches de Madrid. Y luego hay días como este. Días de mierda, barro, polvo y sangre. Días que no desearía a nadie, y que prefiero echarme a las espaldas antes que cargarlos en las de gente menos preparada y rota que yo.
A apenas 100 metros del caído edificio, ignorada u olvidada por la mayoría de los habitantes de madrid, están los restos de la necrópolis más antigua de la Villa, una maqbara musulmana del siglo IX. El lugar se abandonó hace cinco siglos, y los que allí residen, en general, descansan y duermen para siempre. ¿Pero quién sería capaz de conciliar el sueño cuando llaman así a su puerta? Desde luego, yo no. Y los espíritus de mis hermanos tampoco. Con pasos rápidos, me dirijo a la parte del desastre más cercano a la necrópolis, que los trabajadores han ignorado de forma inconsciente, como suelen aquellos que saben sin saber. Allí, a la luz de las farolas de la capital, de unas estrellas ahogadas y una luna que se oculta, veo una sombra, pálida y espectral, que pasea murmurando de un lado a otro. Pobre diablo. Cuando me ve, y se da cuenta de que puedo verlo, su rostro se torna en ira, antigua e irracional como un hierro candente. Y, sin mediar palabra, el fantasma se abalanza sobre mí.
“Tu nombre” Digo en una voz calmada, como la que usarías para hablar a un niño o un animal asustado. “es Aixa. Aixa ibn al-Karima, guardiana de tus hermanos y hermanas, una de los Hakim, los Sabios entre el pueblo. Te llamaban el-Rahman, la clemente, o el-Rahim, la misericordiosa, por tu dedicación al prójimo y tu capacidad para el perdón. Y moriste hace más de un milenio en Mayrit, defendiendo a tu pueblo de la ira de hombres que no querían comprender que no erais tan diferentes. Fue una muerte noble, Aixa. Allāh te espera en sus jardines.”
La sombra, que se queda inmovil, con una expresión que ha ido cambiando con mis palabras, de la ira a la incredulidad y finalmente al llanto, parece querer hablar, gritar, expresarse. Parece querer saber, querer preguntar, querer vaciarse de una pena que la ha llenado desde hace siglos. Despacio, con cuidado de que me vea y de que acepte mi gesto, pongo una mano en la suya, y la otra en su mejilla. Un gesto de cariño y compasión, de respeto y ayuda, de una persona de Fe a otra.
“Has hecho suficiente, el-Rahim. Es un honor y un privilegio estar aquí para verte marchar hacia los tuyos. Tu descanso te espera, uno que mereces desde que la tierra te acogió en su seno. Al otro lado verás a los que amas, y los pocos que aún quedan aquí, ahora están bajo mi protección. Ve.”
Con la siguiente rafaga de viento, quizás uno de los últimos coletazos de la ventisca, quizás una de las bromas de Dios, Aixa se desvanece en el aire, una sonrisa en sus labios y alegría en sus ojos. Por un momento, dejo que la satisfacción me llene, pensando en esta mujer, en su descanso eterno, y en lo que podría haber pasado de otra forma. Me permito esos cinco segundos, y luego aplasto mis sentimientos.
No me los merezco. Y una parte de mi sabe que no importa lo que haga, nunca los mereceré.
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